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Ese mismo año empiezo a tomar clases de piano y a hablar menos. Ya no espiamos ni dejamos historias en las ventanas abiertas de las casas de los vecinos. Mi hermano hace tiempo que prefiere hacer otras cosas y yo prefiero no escribir, por miedo a que se me escape lo que pienso. En la escuela algunos chicos me molestan por las manchas que tengo en los brazos. Mi piel se escama y se cae. Me dicen sarnosa. Un día mi abuela me encuentra llorando y me pregunta qué me pasa. Le cuento y ella me dice que el mundo pega hasta que vos pegás más fuerte. A los pocos días, cuando una chica me dice perra sarnosa, agarro la regla de madera que usa mi compañera de banco y le pego con el filo en el medio de la frente. La maestra me grita. La chica llora mientras un hilo de sangre le corre por la cara. A mí me llama la atención la fuerza que tengo. Me mandan a dirección. Viene mi madre. Cuando volvemos en el auto me dice que hice bien pero que la próxima tengo que buscar otra manera de defenderme.
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Tengo trece años. Ya no pego. Me defiendo pasando desapercibida. Avanzo en la escuela y en las clases de piano. Me dejo crecer el pelo y lo tengo siempre bien peinado. Adelgazo hasta mis huesos para ser imperceptible. Parece que me muevo igual que el resto, pero adentro siento que crece un animal oscuro, que ocupa cada vez más espacio. Para que no se note, hago todo de manera amable y silenciosa.
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Empiezo el conservatorio. Mi profesora nueva es una mujer que mira siempre con los ojos entrecerrados. Me enseña a tocar mejor que antes y me presta libros que nunca le devuelvo. Llego hasta sexto año y cuando le aviso que no quiero seguir no trata de convencerme de quedarme. La última clase me regala un libro que cuenta la historia de un adolescente japonés estudiante de piano y de su maestro ciego. Un día, mientras el chico toma su clase, el maestro estornuda y un escupitajo pegajoso vuela y se pega en el teclado del instrumento. El chico siente tanto asco que no logra seguir tocando. El profesor lo reta. El chico no se anima a decirle lo que le pasa y sale corriendo. Atraviesa el bosque camino a su casa y se detiene en un claro. Siente tanta vergüenza por haber fallado en su clase que se trepa a un árbol muy alto y piensa en tirarse. Mientras está subido al árbol ve llegar a otro hombre al claro del bosque, caminando muy lento y arrastrando los pies. El hombre se agacha cerca de un árbol, apoya su mochila en el piso, la abre y saca una cuerda. Trepa al árbol, ata un extremo de la cuerda al tronco, el otro extremo a su cuello y se deja caer. El hombre se balancea como un péndulo de un lado al otro hasta que se queda quieto, a un metro del piso, con los ojos abiertos. El adolescente japonés no sabe qué hacer. Baja del árbol, corre hasta la casa de su maestro y le cuenta lo que vio en el bosque. No recuerdo cómo sigue la historia pero sí que cuando la leí sentí una patada en el estómago que contra lo que esperaba me llenó de aire. Tal vez para eso me lo dio mi maestra. A partir de ahí, cada vez que el animal oscuro amenazó con ocuparlo todo, pensé en el joven japonés, en el teclado del piano y el escupitajo. Siempre hay alguien que está peor que una.
Victoria Gandini es música, escritora, docente y gestora cultural. En su música recorre distintos géneros, como la canción experimental y la música para teatro y cine. La escritura es parte de su vida desde el inicio. En la actualidad se encuentra trabajando sobre su primera novela y, en los últimos tiempos, participó del taller de escritura de Juan Forn. Además se dedica a gestionar espacios de educación artística integrados con realidades comunitarias diversas. En 2017 obtuvo beca Fulbright FNA en la categoría Arte y Transformación Social. En 2019 publicó el libro La música ¿Para qué?, con el sello de la editorial del Departamento de Artes Musicales de la UNA.
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