Nos llenamos de aire y lo soltamos de a poco hasta hundirnos. Tocamos el fondo de la pileta con los dedos de los pies enrojecidos, gastados de pintura fresca, las yemas acaloradas de enero. Era el turno de Vera. Sonrió, los cachetes inflados, dos o tres burbujitas mínimas en las comisuras, los rulos por sobre la cabeza, una sirenita celeste. Hizo un gesto con los ojos como diciendo “ahí voy”: soltó cuatro o cinco palabras, rápido, como si se las estuviera sacando de encima. Escuché la voz submarina, grave y nasal, vi la frase subiendo en burbujas gordas a la superficie. No llegué a entender ni una sola palabra.
Pateamos el fondo y sacamos la cabeza del agua. Nay levantó la mano, yo sacudí los hombros. Pensé que Nay mentía, que no había entendido nada y solamente quería ganar. Vera había hablado muy rápido y para adentro, como si se tratara de algo que se decía a sí misma, algo que tenía que ser dicho sin importar que se entendiera o no. O quizás algo dicho así, para que no se entendiera nada. Pero en la superficie, Vera y Nay se miraron como asintiendo a algo. No jugamos más.
Me detengo ahí, un mes después, sentada sobre la tierra seca frente a la baranda que me separa del río. Vuelvo al recuerdo de esa tarde, en la pileta del Club del Centro, para buscar un gesto en sus caras. Enfoco en el recuerdo una pista, una clave de eso que me perdí justo antes de que todo cambiara.
Un pasto me vuela a la cara y me devuelve al Delta. Nay está acostada sobre un mojón de pasto amarillo, la cabeza sobre los muslos de Vera. Me mira, arranca otro pastito y me lo tira. ¿Qué?, le pregunto. No responde. Antes –hace un mes, aunque parece tanto más–, antes, en el Club del Centro, las palabras nos chorreaban, caían a los golpes, unas encima de las otras, no podíamos parar, y ahora, en cambio, hay un silencio de fondo, todo es suposición y parece que las palabras se nos hubieran hundido hasta el fondo del cuerpo.
Ese día, en la pileta, no me preocupé demasiado por descifrarlo: era un mensaje más de los tantos que quedaban disueltos en el cloro. Siempre cumplíamos con las reglas del Dígalo Debajo: el secreto emergía abajo del agua, encapsulado en una burbuja que llegaba hasta la superficie y quedaba flotando o explotaba, pero nunca, nunca jamás, estaba permitido formularlo ni comentarlo por fuera del agua. Por eso podía decirse cualquier cosa, incluso lo que no se podía decir.
No me preocupé por el secreto, como no me preocupaba por nada un mes atrás. Todo, en el Club del Centro, era leve como un flota-flota, una espuma porosa del color de un caramelo que levitaba sobre el agua o levantaba vuelo ante el menor amague del viento.
Nay me tira otro pastito a la cara y no entiendo qué quiere, qué me quiere decir. ¿Algo de aquella vez? Miro el río y lo veo correr, nunca para. Corre como loco y a mí me parece que de este lado, por contraste, en la orilla todo se estanca. Las tardes son calurosas e interminables, todas iguales como una sola gran tarde de chicle, pegoteada y húmeda. Y el cuerpo, el cuerpo parece más pesado cuando me dejo caer sobre la tierra seca y suena a hueco.
Rebobino, inflo los pulmones, me hundo de nuevo en el recuerdo de ese día. El ardor en los ojos, la boca empastada de cloro, el olor intenso. Mis amigas celestes, flotando en círculo, una tribu de sirenas en ritual. Vera, la enteriza fucsia, los volados enmarcándole el inicio de las piernas. Trato de leerle los labios, captar el eco de las palabras en la cámara lenta de la sumersión.
El día siguiente, cuando llegué al club, las busqué por todos lados. En la lomada, al lado de la cancha de rugby donde solíamos hacer culipatín con los parasoles; en el callejón secreto atrás de la cancha de tenis; en la enfermería donde nos hacían la revisación antes de la pileta; en el ombú gigante que trepábamos al atardecer. No las encontré.
El club, de pronto, me pareció largo y vacío. Me crucé con unos chicos más grandes que llevaban raquetas. Me miraron, se dijeron algo al oído y se rieron. Me miré el cuerpo pero no vi nada que llamara la atención. Tan distinto estaba el Club del Centro que parecía otro.
Esa tarde no me metí a la pileta ni merendé, me quede vagando por ahí y después me senté a esperar sobre las raíces del ombú a que me vinieran a buscar. El tiempo pasaba lento y hasta me parecía sentir el crujir de las raíces creciendo abajo mío.
Cuando llegué a casa, llamé a lo de Vera y no estaba. Se fue al Delta con Nay, me dijo la mamá, ¿vos no fuiste?
Acá estoy, ahora, sentada como indio en la tierra seca del Club Delta, el otro club del pueblo, el de la periferia, entre el río Paraná y la refinería. Acá no hay lomadas ni ombú y, aunque al parecer hay una pileta, nunca se menciona. Es un corredor de pasto, no tan verde como el del Club del Centro, más marrón clarito, que acompaña el curso del río, también marrón. Al final se recorta en el cielo la chimenea de la fábrica. Se puede ver desde cualquier rincón del pueblo pero, desde el Club Delta, parece enorme porque está acá nomás.
–¿Vamos al agua? –escucho la voz del Rubio Ajá. Le habla a Vera que asiente, se para y se saca la remera. Tiene una bikini dorada de triangulitos que no le conocía. Nay la imita y los sigue.
Los veo alejarse de espaldas, el Rubio Ajá le señala la chimenea de la refinería, Vera mira al cielo y el Rubio aprovecha para estirar y soltarle el elástico de la bikini. Vera dice “¡Aia!”, le leo los labios, le dolió, pero ya se está riendo porque todo es risa con el Rubio Ajá.
Miro, yo también, la chimenea. Hoy está bastante cargada. Siempre está encendida, a veces solo una llamita, como en piloto, otras veces, una llamarada de un humo tan negro que parece que algo anda mal. Se dice, en el pueblo, sin embargo, que la cosa es al revés: mientras esté prendida, todo marcha, pero si algún día se llegara a apagar, la fábrica explota y se lleva con ella al pueblo entero.
Mi papá trabaja en la refinería como la mayoría de los padres. Es encargado de calidad. Cuando ve la chimenea largando humo negro, tan negro, sacude la mano y hace sonar los dedos. “Carajo que están quemando, eh”, dice. Después tira la boca para un costado y chista, “no pasa nada, hija” y vuelve la vista al cielo gris, a la chimenea mástil y a su bandera de humo: “es un mal necesario”, dice y se va.
El papá de Vera también trabaja en la refinería, de operario. O trabajaba. Papá me contó, hace poco, que lo vio en la fábrica llevando papeles, en su ropa de calle, y que se rumoreaba que lo habían echado, que “se había mandado alguna”.
¿Y si el mensaje de Vera tenía que ver con eso? ¿Si nos confesó abajo del agua, entre la voz distorsionada y la presión en los oídos, el secreto de su papá? Mi viejo robó y lo descubrieron. –gesticulo las palabras sin emitir sonido– Papá mandó al carajo a su jefe –comparo mis labios con los labios de Vera en mi recuerdo– A papá lo echaron a la mierda.
Un conjunto de gotitas me salpica la cara. El viento me trae el agua del pelo del Rubio Ajá que sacude la cabeza desde la balsa, ese escenario de listones de madera amarrado a la orilla desde el que se accede al río. El pecho oscuro del Rubio, que le dicen rubio de tan morocho, es un tobogán de gotas que esquivan los puntitos, la piel de gallina. El viento de la costa sobre el cuerpo mojado le marca la carne como un punzón. Hace equilibrio en el trampolín de la balsa, antes de volver a tirarse. Le habla a Vera y ella le responde desde el río, le hace una seña con la mano. No llego a entender lo que se dicen.
¿Se conocerán desde antes Vera y el Rubio Ajá? De la escuela no es, nos conocemos todos. Somos, como dice la directora en los actos, una gran familia. Quizás Vera chateaba con él y fue el Rubio Ajá el que la convenció de que se cambiara de club. Pero Vera nunca nos había mencionado al Rubio o, en una de esas, lo venía haciendo abajo del agua, todas esas veces que no pude entender, las veces que perdí. Gusto de un chico que va al otro club –pruebo la frase moviendo los labios despacio, como se mueven los labios abajo del agua– Me enamoré.
Siento un olor azucarado que no sé de dónde viene. Veo al Rubio, ahora está en cuclillas sobre el trampolín y la cabeza de Vera se asoma por debajo de las tablas. Se dicen cosas. Quiero acercarme para poder escuchar. No lo pienso hacer. Yo al río no me acerco. Al principio ninguna de las tres lo hacíamos, nos quedábamos tiradas en el pasto mirando el cielo y a los chicos de la balsa, el Rubio Ajá y sus amigos. Un día Vera se cansó de mirar de lejos, se quedó en bikini y se acercó a La Balsa. Ni Nay ni yo dijimos nada, porque ya no era tan fácil hablar y quedamos a mitad de camino entre la risa y la impresión. La vimos desde la orilla, hablando con los chicos de la balsa sin escuchar lo que se decían. Después se acercó al trampolín y se tiró. Antes, en la pileta, a Vera le encantaba tirarse de bomba y jugábamos a ver quién salpicaba más. Esta vez se tiró sin vueltas ni poses, como si no le interesara nada más que sentir el agua del río en la piel. Yo vi como lo oscuro se la tragaba.
Vera nos contó que el río era hermoso y no se podía comparar para nada con la pileta, que esta agua era agua de verdad. Nos contó también que el fondo del río es un barro pegajoso y que tocarlo se siente como hundir los pies en plasticola fresca. Que al principio te da asco pero cuando te acostumbrás es lindo.
Después Nay se le sumó. El día en que yo lo intenté, pisé la balsa por primera vez y se me dio vuelta el mundo. Era como estar en otro planeta y del mareo casi me desmayo. Volví a tierra firme y me tiré en el pasto. Desde aquella vez me quedo en la tierra, mirándolos jugar de manos en el río, hundiéndose la cabeza y colgándose unos de los otros en las zonas en que no hacen pie. A veces los veo tragar agua, esa agua sucia y oscura y de repente se me viene a la boca el gusto a cloro.
El olor azucarado que sentí hace un instante, ahora me invade como si el corredor de agua que tengo enfrente fuese un río de esencia de vainilla o de caramelo liquido. Es tan intenso que disuelve el dejo a cloro del recuerdo. Giro y me sorprendo al ver, por el pasillo de entrada, el carro destartalado del pochoclero del Club del Centro. Nunca lo había visto en el Delta. Avanza por el corredor, a mis espaldas, y se instala un poco más allá, al lado del buffet.
Escucho el grito de Nay. El Rubio Ajá pega un salto y cae en un clavado al agua, desaparece por unos segundos. Vera mira para todos lados y empieza a gritar cuando el Rubio se le aparece, como por arte de magia, justo al lado.
Me gustaría que Vera estuviera conmigo como en esos días en los que no se quiso bañar. Fue con lo de la culebra. Decía que algo le había tocado la pierna y estaba convencida de que había sido una culebra. El Rubio Ajá le dijo que sí, que seguro. Nay decía que se quería cubrir y que había sido él. Lo raro fue que a los pocos días se le pasó y volvió a la balsa como si nada. ¿Y si se había hecho señorita?
Esas tardes las pasamos juntas, mirando el río y la balsa desde lejos. Vera me hizo una trenza cosida y yo me acordé del día en que no nos pudimos meter en la pileta porque nos encontraron piojos y no pasamos la revisación. Se me vino el olor blanco de la enfermería al fondo de la nariz.
¿Y si ese era el secreto? ¿Si Vera había sentido algo en el cuerpo que se lo anticipaba, una señal? Vuelvo a probar las posibles frases, murmurando, cada vez son más. A esta altura, cualquier cosa se me vuelve un secreto.
El estómago me cruje. Deben ser las cinco o las seis de la tarde. El viento me trae oleadas de pochoclo. El hombre del carro llena una bolsa de papel hasta rebalsar y se la entrega a una nena que se suelta de su mamá para agarrarla con las dos manos. Me dan ganas de pochoclos y me acuerdo que tengo plata en la mochila. Mido los pasos desde el mojón de pasto en el que estoy hasta el buffet. Evalúo las miradas, hay tanta gente.
Otro grito me sobresalta y me hace volver la vista hacia el río. Ahora es Vera la que está sobre el trampolín y apunta hacia el centro de una rueda de camión que flota sobre el agua. Los gritos desde la balsa siempre me asustan porque los riesgos en el río son muchos. Además de las culebras, el verdadero peligro del Delta son los remolinos. Un día, el Rubio Ajá, que siempre venía con historias raras, nos contó lo del chico del remolino. En algunas versiones era un chico y en otras una chica. Algunos decían que eran dos, una pareja de adolescentes. Yo nunca vi, pero ahí mismo en el río Paraná, parece que se arman remolinos. El agua empieza a girar y girar como un embudo y te chupa, te chupa entero.
Desde que lo supe, la imagen me sigue a casa y cada vez que destapo la bañadera y veo desagotar esa agua que me limpia el calor del día, no puedo dejar de pensar en el remolino y se me forma la imagen como en un sueño. La chica siempre tiene la cara de Vera, y el chico es, a veces, el Rubio Ajá, y otras veces, Nay. Mientras el río los chupa escurriéndolos, los cuerpos se enredan como en un nudo. Giran y giran y los gritos son como los gritos que pegan cuando juegan de manos en el río. Uno no podría decir si eso que les pasa es algo bueno o malo.
Algo me pica en la pierna, la despego de la tierra y veo una hormiga caminar entre las marquitas huecas, la impresión que dejó el pasto sobre la piel. Aplasto la hormiga y vuelvo la mirada al río. Ya me acostumbré a mirarlo desde lejos. Ya me acostumbré al olor a tierra húmeda, al crujir de la balsa, a la corriente que trae de todo y a la costa que acumula. En definitiva, todo va decantando, asentándose como lo que no tiene opción y yo convivo con el tiempo pastoso del Delta.
Me dejo caer sobre la tierra, de boca al cielo, los ojos cerrados. Las muesquitas de mi pierna, el tatuaje en braille que me dejó el pasto se me figura en la oscuridad de los párpados, como jeroglíficos luminosos que tengo que descifrar. Estoy cansada. Quiero tanto, tanto, unos pochoclos bien acaramelados y crujientes, que no lo dudo más. Me levanto de un salto, agarro la mochila y sin mirar al costado para evitar la vergüenza, con la vista al frente, me acerco al buffet.
Camino unos pasos, la mirada fija en el carro pochoclero, un poquito de pasto, un poquito de cielo y la chimenea detrás. Otros pasos más y no entiendo lo que veo. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. Hay un humo espeso, el viento mueve los árboles y no me deja ver bien, la imagen se borronea, las nubes, el humo, vuelvo a cerrar los ojos y a abrirlos otra vez, bien abiertos, y se me viene el corazón a la garganta: ahí, en un rincón de mi campo visual puedo ver de reojo la chimenea de la refinería. Está apagada.
No tengo tiempo, no lo pienso, suelto la mochila y cambio de recorrido. Llego a la balsa en un instante, subo al escenario de tablones y sigo corriendo sobre el suelo inestable, nos movemos mi cuerpo y el piso, al mismo tiempo, para un lado y para el otro, trato de mantener el equilibrio, avanzo sobre el tablón del trampolín que no llega a rebotar cuando así, como vengo, sigo, no freno, sigo de largo y caigo. El agua de verdad me toca el cuerpo y me hundo en la oscuridad.
Me quedo así, por un rato, con los ojos apretados debajo del agua, esperando la explosión. Grito y la boca se me llena de agua de río.
No escucho nada, no siento nada y ya me falta el aire.
Salgo a la superficie. Todo está en el mismo lugar. Veo la llama de la refinería flameando en el viento como una velita de cumpleaños que se resiste. Veo a Vera y a Nay, me miran en silencio. Veo un conjunto de burbujitas que vienen flotando río arriba.
Magdalena Girardi nació en Campana, Buenos Aires, en 1988. Es Psicoanalista. Su cuento Delta recibió una mención de honor en el Concurso de Cuento Haroldo Conti 2020 y fue publicado en la antología Contra cielo plomizo, Ediciones Bonaerenses.
Frenéticas (Ed. Conejos, 2021) es su primera novela.
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