Nos encontramos a las siete de la tarde en la entrada de una heladería sobre Carlos Pellegrini. Yo tenía diecinueve años y me dijo que estaba hecha toda una muñeca. Toda. Comprobé que mi padrino conservaba la misma voz, atractiva y frívola a la vez. Como si no hubiese estado en la cárcel y estos años hubieran transcurrido en alguna playa caribeña. Me habló de los panchos que hacían en un puesto que estaba al lado mientras me arrastraba hacia allí. Pasar de la invitación a un helado a la inducción a comer un pancho era un eco de otra cosa. Qué cosa. A pesar de la sorpresa me pareció mejor opción que aquella vez en la que me hizo probar sopa de ajo. Tenía siete años, habían internado a mamá por una crisis nerviosa, mucho después supe que había sido un intento de suicidio, y él, se había ofrecido a distraerme un rato. Intento. Aquel fue un tiempo en el que él venía mucho a casa. Hablaban con papá a oscuras en el patio mientras mamá y yo jugábamos a la escoba junto al horno encendido de la cocina. Nueve y seis, diez y cinco, siete y ocho. En aquel bodegón el Padrino me dijo que esa exquisitez se había creado producto de la hambruna. La historia de guerra y de comarcas no la recuerdo. Me peino sola para ir a la escuela, la maestra me desenreda el pelo en el patio. Regalo mi perro para simplificar problemas. Mamá vuelve a casa y me doy cuenta de que no entro en su campo visual. Hambruna.
Compramos los panchos, cruzamos la calle y nos sentamos en el borde de la fuente. Mi padrino estaba igual que en aquella foto que yo recordaba con detalle. Un bebé con la cabeza inclinada sobre la pila bautismal, el pelito ralo ya empapado, y él junto a una madrina ignota que jamás volvió a aparecer. Mamá, con un sombrero que parecía un plato hondo y papá, corbata con flores de lis, en su habitual fuera de escena. Qué había de verdad en esa foto. No era el amor entre mis padres, ni la convicción de lo que hacían. La ignota miraba al Padrino como para comérselo y él, sabiéndose mirado, actuaba algo parecido a la concentración, la iglesia como un gran teatro, porque él era comunista y no creía ni medio en todo eso. Estaba recién llegado de Cuba y en la foto aparecía con traje de fajina. Verde, aclaraba mamá, porque la foto era en blanco y negro. Qué había de verdad. Ahora lo tenía frente a mí, un Che Guevara o un Jesús cincuentón con jean y camisa blanca que hablaba sin parar, haciendo gestos, revoleando el pancho. Todo injusto. No hagas caso a nada. Hay que votar a la izquierda. Tu vieja es muy depresiva. Tu viejo hizo bien en dejarla. Sacó de la billetera un pequeño recorte de un diario. Mirá, mi novia. Se llama Olga Orozco. Me enamoran los ojos. Contempló unos segundos la imagen y volvió a guardar el recorte detrás de la cédula. Hoy te voy a presentar un amigo. Quiero que nos divirtamos un poco. Que él se divierta. Esa frase la recalcó y fue una orden. Objetivo uno soldado: que él se divierta. Pancho. Soldado. Olga. Diversión.
Él acaba de salir de la cárcel, ojo, fue un preso político, no te vayas a pensar que es un chorro. Nos hicimos muy amigos. Es joven, tiene veintinueve. Estuvo siete adentro. Ojo, era una garantía escrita. A punto de juntar fuerzas para decirle que en realidad tenía que irme, o que me sentía mal, la excusa se armaba lenta adentro de la muñeca, apareció una pickup y varios bocinazos que juntaron todas las miradas. Me entregué a una idea, o más bien a un hecho. Yo era un regalo. Fuimos hacia el auto. El padrino abrió la puerta y nos presentó. Ger. Abi.
Germán, Gerardo, Gervasio, daba lo mismo. Para mí era el hombre sediento de una mujer. Era necesario un cuerpo de guitarra. Unos labios rojos. No había nada de eso. Qué había. El tipo era tosco, o se había vuelto así. Me acomodé en el medio de los dos, tratando de no producir ningún roce. Apoyé las manos sobres mis piernas. ¿A dónde vamos? Preguntó Ger. A la casona de Marion.
No era un restaurant, ni un pub, era una casa particular, imponente y antigua. En Palermo o Belgrano, jamás recordaré la calle, ni siquiera la casa. Abrió de par en par una mujer distinguida, con un vestido simple y un collar de piedras azules. Estaba descalza. Se tocó el pelo y un mechón rubio que cayó sobre su frente la hizo graciosa y joven, aunque podría haber sido mi abuela. Supuse que era Marion. ´Me pregunté si sería su verdadero nombre. Pensé en Olga. Y el ritual del bautismo. Lo primero que tuvimos que hacer fue dejar los zapatos en el lugar indicado para eso. En un hall amplio había una pila, zuecos, tacos altos, zapatillas de marca. Zapatos negros de señores de oficina. Mi padrino me dijo al oído: Es un lugar para meditar. Ojo, si no querés meditar no meditás, podés solo tomar algo. Ojo.
Caminamos sobre una alfombra. Era blanda y suave. Nos sentamos en el piso de la sala con luz tenue y vacía de muebles, las espaldas contra la pared. Había varias personas, sentadas como indios. Algunas con los ojos cerrados. Gente bien, hubiera dicho mamá si los hubiese cruzado por la calle. De indio no tenían nada. Hasta el momento Ger no me había dirigido la palabra, ni siquiera me miraba. Estaba interesado en encontrar el lugar del que salían las bebidas. Hambruna. Olga. Ojo. Marion estaba de espaldas eligiendo un disco. Era una mujer que brillaba. Tenía eso que no se compra. Otra frase de mamá que utilizaba para ella misma hasta que quedó carcomida por la enfermedad. Nueve y seis quince. Siete de oro. Escoba.
El volumen de la música empezó a subir. Era una música que jamás había escuchado, y ahora se hacía nítida de campanas y tambores. Ger apareció con tres vasos. Hay porro, dijo. Marion se puso a bailar junto a otra más joven que me pareció familiar. Era una actriz de telenovelas. La que hacía de mucama, pero después se vengaba. Se ubicaron al frente. Los cuerpos embrujados. No podía dejar de mirar el contoneo, los movimientos de las cabezas, los pelos para un lado y para el otro. El collar de piedras azules brincaba. Algo brotaba de sus entrañas. Miré mi vaso. Papá había dicho que te ponen cosas en la bebida. Tomé a grandes sorbos. Tenía a Ger muy cerca, pero él estaba embobado mirando a una chica con musculosa dorada y pantalones blancos. Una inglesa o yanki, la había escuchado hablar en inglés y decir oh en vez de ah. Todo el tiempo diciendo oh, asombrándose como una imbécil. Estaba parada junto a la ventana. Ger se levantó y se acercó ella como una serpiente venenosa. Se fueron para algún lado.
¿Querés un porro?
Sí, quise. también quise bailar como una desenfrenada, y pegarle a la inglesa en el medio de la cara si la hubiera vuelto a ver. Ger apareció como si hubiera dormido la siesta. Se rascó la espalda. Vamos, dijo.
Subimos a la camioneta. Noche espesa. Árboles añejos. La brisa instalada en mi cara. Ya estaba construyéndose el recuerdo, deformándose en el tiempo hasta convertirse en algo gracioso. Collar de piedras azules. Pila bautismal. Pancho. Olga.
M. Lilia Marino nació en Buenos Aires en 1959. Trabajó muchos años como bibliotecaria. Es Psicóloga. Hace pocos años descubrió y se hizo cargo de su mayor deseo, la escritura. Participó en varios talleres literarios, entre otros con Inés Garland, Ariel Bermani y actividades de Casa de Letras. Actualmente integra el taller que conduce Julián López.
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