Matías Aldaz | Perros

Dolores se acuerda del día que fuimos a la casa del brasilerito.

Y que jugamos durante horas al fútbol de botón con fichas del Flamengo y del Fluminense.

Tercer… cuarto año de la secundaria, por ahí, me dice.

Tercero, le digo.

***

De aquel día pasaron veinte años.

Los dos aún vivíamos en Paso de los Libres.

Ahora, en este bar del centro de la Capital donde estamos sentados, a Dolores se les cierran los ojos.

No bosteza.

No parpadea.

La cabeza se le viene para adelante.

Alcanzo a poner mi mano antes que dé contra la mesa.

Se la apoyo con cuidado.

***

Una vez me contó que en ese momento deja de tener el mando.

Que no puede hablar.

Ni siquiera mover la boca.

Que a veces, cuando llega a presentirlo, intenta pegarse un cachetazo.

O se pellizca hasta casi cortarse, pero que es sólo una reacción.

Incluso puede llegar a quedar con ese cachetazo en el aire, a mitad de camino, o también con las uñas trabadas en la carne mientras duerme.

***

A Dolores la rastreé por facebook.

Me costó encontrarla porque había muchas Dolores Fernández.

Y porque además en la imagen de perfil tenía la foto de un atardecer en el mar.

Igual intuí que era ella y le pedí amistad y después le hablé.

***

Hace un rato, cuando apenas se asomó a la puerta del bar, no dudé un segundo en saber que era Dolores.

Aunque está cambiada.

Ahora tiene el pelo negro.

Y alisado.

Ese cambio puede hacer que uno sea otra persona.

Pero que siga siendo la misma.

Tiene un lindo chall multicolor que se sacó mientras se acercaba.

Yo pensé que por suerte no había cambiado la manera de caminar que siempre tanto me gustó.

Sin embargo le dije: qué lindo chall.

Hizo que no con la cabeza y dijo gracias.

***

La primera vez que la vi dormirse como ahora fue a principio de tercer año, en la clase de actividades prácticas, mientras pintaba una maceta.

Todos pensamos que se había muerto.

Algunas compañeras gritaban como si ya estuvieran en el velorio.

Cuando abrió los ojos yo estaba sentado al lado, mirándola.

***

Con Dolores fuimos amigos hasta el último día de la secundaria en el Instituto Niño Jesús.

Entre aquel día y éste, acá, en un bar pegado al edificio donde vive, nos pasaron muchas cosas.

A mí y a ella.

Yo me casé, tuve dos hijos varones, dos perros de mis hijos varones, trabajé durante once años en la fábrica de azulejos de mi tío, estudié Comercio exterior y conozco sólo un país extranjero.

También, después de seis años de casado, me divorcié.

Laura decidió irse una noche de diciembre.

Entre navidad y año nuevo.

Se llevó a mis hijos.

Dejó a los perros.

A Dolores no le pasó nada de eso.

No se casó, no tuvo hijos, ni perros de sus hijos.

Tampoco trabajó en toda su vida y no estudió más que para terminar la secundaria.

En cambio sí conoció varios lugares casi sin quererlo: la torre Eiffel, el puente de Manhattan, el Parque Güell, la Habana vieja.

La madre la llevaba de acá para allá, y ella se dejaba.

***

La miro mientras duerme apoyada en la mesa y pienso lo que sé sobre ella que ella no sabe.

De aquel día en la casa del brasilerito.

En realidad el brasilerito no era de Brasil, sus padres lo eran, él había nacido en Paso de los Libres, aunque hablaba en portugués todo el tiempo.

Tampoco la casa del brasilerito era una casa sino un hotel familiar, de esos con pasillos largos con olor a humedad y habitaciones por todos lados.

Era tiempo de reformas, el hotel familiar cerrado y los padres del brasilerito en Uruguaiana, de compras.

Salí de la sala para ir al baño.

Cuando volví la luz estaba apagada.

Sólo una lámpara iluminaba la mesa de fútbol.

Iba a salir de nuevo, a buscarlos, pero escuché un ruido.

Un ruido raro, como un susurro.

Empecé a rodear la mesa.

Legué a la punta y los vi.

Al brasilerito y a Dolores.

Al brasilerito arrodillado, tocándole las tetas como si estuviera jugando con barro.

A Dolores tirada en el piso, dormida, con la cabeza recostada en la pared y la remera levantada hasta el cuello.

Me paralicé.

No podía mover los pies, ni las manos.

Tampoco abrir la boca.

El brasilerito se dio vuelta.

Há muito tempo qué esperava isto, me dijo en voz baja.

Ahí entendí porqué se había pegado a mí en la última época.

Era mi gran amigo del año.

Le levantó la pollera de jean y comenzó a manosearle las piernas de la misma forma que las tetas.

Escuché el ruido de la hebilla.

El ruido del cierre.

El brasilerito se subió encima.

Su cuerpo gordo y grandote tapaba casi por completo al de Dolores.

De vez en cuando ladeaba la cabeza y me miraba de reojo.

Y se sonreía.

Hasta que comenzó a jadear.

Gritó.

Parecía que era de dolor.

Después se quedó quieto.

Como si él también se hubiese dormido.

Pero no estaba dormido.

Agora vai você, me dijo y se tiró al lado de Dolores.

Cuando salí del hotel corrí las seis cuadras hasta mi casa.

Las corrí sin parar.

Y todo el trayecto fue un túnel translúcido donde sólo yo cabía.

Iluminado, pero sin colores.

Completamente en blanco y negro.

Y con la respiración y el jadeo en primer plano.

Aturdiéndome.

Salí de ahí desparejo, desbalanceado.

O quizás no salí, sino que entré a otro lugar.

Y entré desparejo, desbalanceado.

No le dije a mis padres lo que pasó en lo del brasilerito.

Ni siquiera cuando insistieron para saber por qué tenía esa cara.

Al otro día la vi a Dolores en el patio de la escuela.

Estaba sentada, sola, con una castañuela en cada mano.

Me paré enfrente, la saludé y esperé a que me dijera algo.

Que me reprochara.

Eras mi amigo, cómo me dejaste sola.

Pero no hizo eso.

Levantó la vista y me sonrió.

Me contó que el padre la iba a pasar a buscar a la salida para llevarla a la clase de danzas españolas.

***

Se despertó como nueva.

Como si hubiese dormido diez horas.

Sin embargo sólo fueron diez minutos.

No se puede hacer nada, es lo primero que me dice, después mira hacia fuera.

Acá tenés el café que pediste, le digo y pienso en cuánto tiempo pasará hasta que le cuente lo del brasilerito.

No, ya debe estar helado, me dice.

Arrastra el plato con el pocillo al centro de la mesa.

Mamá recién entendió lo que me pasaba cuando me rompí la cabeza en esa fiesta de fin de curso, ¿te acordás?, me pregunta.

Me acuerdo, le digo.

Yo había visto a Dolores desplomarse mientras bailaba con una compañera.

Recién soñé que volaba, era una locura, me dice y vuelve a mirar hacia afuera.

Yo también miro.

Las ramas del árbol que están frente a la ventana se mueven suaves.

¿Querés que salgamos a caminar, ahora que ya estás descansada?, le digo y me río, con vergüenza.

Pero ella también se ríe.

Es una risa mansa, cómoda.

Me dice que sí, que encantada.

Matías Aldaz nació en Federación, Entre Ríos, en 1976. Es músico, abogado y escritor. Publicó los libros de cuentos Esas nubes (Simurg, 2009), D’accord (Escrituras Indie, 2013), La lluvia cae en todas partes (Colección Mulita, 2014), las novelas Bajante (Colección Mulita, 2017), La vida de un hámster (Kintsugi Editora, 2021), y el libro de poemas Antes de cerrar la puerta (Editorial Deacá, 2019). También escribió junto a Laura Escudero la novela para niñas y niños La ciudad perfecta (Norma, 2017).