En el auto, papá nos contó que iban a usar media tonelada de explosivos. Mamá le pidió que no hablara al mismo tiempo que manejaba porque se confundía de calle y doblaba donde no era. Fuimos en silencio el resto del viaje. Treinta cuadras separaban nuestra casa del parque que rodea la facultad de Agronomía. Llegamos y tardamos bastante en encontrar dónde estacionar. Estaba lleno de gente; había periodistas, políticos y militares. La mayoría de las personas estaban agolpadas al lado de la vallas que había puesto la policía, pero papá decía que conocía un lugar mejor. Sacamos las reposeras y las bicicletas del auto, y fuimos en dirección a las vías del tren. Papá siguió con el relato que había empezado en el auto. Dijo que habían contratado a un experto francés y dos ayudantes, y que todo costaría un millón seiscientos mil dólares. Estaba contento, desde temprano se lo notaba de buen humor. Repetía que de chico le hubiese encantado ver algo así. Quería que Susi y yo tuviéramos el mismo entusiasmo, pero a nosotras nos daba lo mismo. No nos interesaba la maquinaria. Ver cómo remolcaban un auto, pavimentaban una calle o tendían un cableado. Tampoco nos deteníamos a ver los cambios en el barrio. A papá, por el contrario, le fascinaba detenerse en lo que antes era una cosa y después otra.
Llegamos a las vías y pusimos las reposeras una al lado de la otra, de frente al edificio. Mamá y Susi se fueron a andar en bicicleta por las calles internas del parque, que tenían nombres de plantas y flores, como el camino del Aguaribay y el Pasaje de los Eucaliptos. Yo no sabía andar en bicicleta, nunca aprendí. Durante mucho tiempo pensé que era porque no me habían podido comprar una, pero después me enteré de que para mi cumpleaños número seis me dieron una playera y cada vez que me querían enseñar, me ponía a llorar. Que mamá, cuando papá me empujaba y estaba a punto de soltarme, decía ay no, la nena se va a caer. Me senté en la reposera y papá me preguntó por qué siempre estaba tan cansada. No esperó a que le respondiera y me dijo que tenía que comprarme unas zapatillas nuevas. Me miré los pies y me pareció que las zapatillas estaban bien, pero no dije nada porque los zapatos eran lo suyo. Trabajaba desde hacía veinte años en una fábrica de calzado industrial y sabía distinguir la suela bien pegada de la que no y el cuero natural del falso. En la fábrica, decía mamá, el jefe le gritaba delante de los demás y por eso a veces nos gritaba a nosotras en casa.
Un señor que había ido solo se nos acercó y le empezó a hablar a papá de la gente que no se había querido ir. Dijo que eran más de seiscientas familias a las que les tuvieron que pagar para que se fueran a vivir otro lugar. Que los hombres, los jefes de familia, eran en su mayoría trabajadores de la construcción. Después contó teorías sobre lo que iba a pasar con el terreno y habló de Adrien Colonne, el experto francés. Fue todo un maquis dinamitero, dijo, y pregunté qué era un maquis. Papá me respondió que era la gente que ponía dinamita y volaba cosas, pero el señor lo corrigió y contó que así se les decía a los soldados de la resistencia francesa que volaban puentes y rutas para evitar que los nazis entraran en su país. Pero que también hacían otras cosas.
Al rato apareció Susi, llorando, con la rodilla llena de sangre. Se cayó, dijo mamá, y el señor se fue. La senté a Susi arriba mío y le acaricié el pelo. Lo tenía largo y rubio. Papá le tiró pervinox y le dio unas galletitas merengadas para que dejara de llorar. A Susi le gustaba tirar de las tapitas y ver hasta donde aguantaba el relleno sin despegarse. Mamá nos contó que se había encontrado a un exnovio, con su mujer e hijos. ¿Te acordás de Miguel?, le preguntó a mi papá. Ese que era divino, alto. Papá negó con la cabeza. ¿Sabés cómo se llama la mujer? Alicia, como yo. El señor de antes apareció de nuevo y nos avisó que faltaban quince minutos. Venían de la costa, dijo mamá. Nosotros podríamos ir una semanita. A papá se le frunció el ceño, como cada vez que se enoja, y pensé que le iba a gritar, pero solamente le dijo que no teníamos plata. Susi no conocía el mar y yo tenía ganas de decirle que no era la gran cosa, que después de mirarlo un rato el asombro se pasa enseguida. Pero no dije nada, muchas veces no sabía qué estaba bien decirle y qué no.
Nos quedamos en silencio hasta que se escuchó la primera sirena de preaviso. El ruido era parecido al que hacen las ambulancias cuando llevan gente. Con el ruido de fondo, papá me dijo que el experto francés, el maquis, era ahora presidente de la Sociedad Europea de Dinamitaje. Me pareció que me lo contaba para que yo supiera que él también sabía cosas, igual que el señor. Intenté pensar en todas las razones para explotar cosas, pero solo se me ocurrieron tres: guerras, juicios por terrenos y construcciones que se van a caer porque las hicieron mal.
A las 15:00 se escuchó el primer estallido de dinamita.
La implosión tiró abajo un anexo lateral del edificio. La gente aplaudía y repetía maravilloso, impresionante. La cara de papá decía lo mismo. Mamá, en cambio, se asustó con el ruido y dijo que estábamos muy cerca. Que el manto de polvo se nos iba a venir encima cuando derrumbaran la estructura principal. Papá le respondió que no, que había calculado la distancia y que no nos iba a pasar nada. A Susi le daba miedo que alguien se hubiese quedado encerrado dentro, pero le expliqué que habían revisado piso por piso y que estaba todo vacío. Entonces quiso saber por qué iban a tirar abajo el edificio. Papá intervino y le contó que era un proyecto frustrado de hospital de chicos. El más grande de Latinoamérica. Que como no lo habían terminado por temas de política, gente que no tenía dónde vivir se había mudado ahí. Susi no sabía lo que significaba Latinoamérica. Preguntó a dónde habían ido a parar y papá pensó que hablaba de la gente que ocupaba el edificio, pero Susi pensaba en los chicos enfermos.
A las 15:20 ocurrió la segunda implosión.
Es una pena que lo tiren abajo con tanto tiempo invertido, tanta plata, dijo mamá, y se fue a hablar con unas personas. Faltaban dos derrumbes chicos antes del más grande, anunciado para las seis de la tarde. Al rato mamá volvió y le dijo a papá otra vez que estábamos muy cerca. Que un gendarme le había dicho que no teníamos que estar al lado de las vías. Los fragmentos no nos iban a golpear porque los escombros se van para adentro en una implosión, pero insistía en que la polvareda nos iba a alcanzar seguro. Papá se enojó más que antes. Le preguntó si pensaba hacerle más caso al gendarme que a él, y antes de que mamá pudiera responder le dijo que hiciera lo que quisiese, pero que él se iba a quedar ahí, con Susi y conmigo ¿No es cierto que ustedes lo quieren ver de cerca, chicas?
Entre la tercera y la cuarta implosión, apareció más gente cerca de las vías. Se había corrido el rumor de que desde ahí se veía mejor. ¿En serio no te acordás de Miguel?, dijo mamá. Todos la escuchamos, pero nadie dijo nada. Yo me acordaba de Miguel porque me había contado la historia varias veces. Que se conocieron trabajando en Síntesis Química, que se fueron a vivir juntos enseguida y que casi se casan, pero que a él le agarraron dudas y se fue a recorrer el mundo.
A las 17:58 sonaron de nuevo las sirenas. Eran distintas a las que se habían escuchado antes, más parecidas a las de los autos de la policía francesa que conocíamos por las películas.
Ahí mamá se asustó de verdad y dijo que mejor nos fuésemos las tres un poco más lejos. Primero caminamos normal, después más rápido y a lo último nos hizo correr en dirección al auto.
A las 18:05 el edificio se cayó a nuestras espaldas.
La gente aplaudió con más fuerza que antes porque ya no quedaba nada.El albergue Warnes, El coloso, como lo llamaban, había dejado de existir. Cuando llegamos a la avenida, mamá nos dejó descansar y nos quedamos al lado de un árbol. Un periodista que estaba cerca decía que el terreno de quince hectáreas iba a ser devuelto a sus dueños originales, pero que lo querían sin los escombros, limpio. El polvo nos había alcanzado con una capa fina, que nos sacamos a sacudones. Pensaba que si nosotras tres estábamos así, papá debía estar cubierto por un manto mucho más pesado.
Silvina Urrizmendi nació en 1983 en Buenos Aires. Es egresada de las carreras de Imagen y Sonido (UBA) y Guion Cinematográfico (ENERC). Cursó un taller de poesía con Celeste Dieguez, asistió al programa Nuevas Narrativas, donde trabajó el formato cuento con varixs docentes, y realizó tutorías individuales con Camila Fabbri. Actualmente continúa desarrollando el guion del largometraje Restos y Cenizas, unos de los proyectos preseleccionados en el Concurso Federal Raymundo Gleyzer 2021.
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